Gabriel Chaile. Genealogía de la forma

Una reflexión sobre la pervivencia de la tradición y el intercambio de saberes
Las obras de Gabriel Chaile están atravesadas por saberes vinculados a la arqueología, la antropología, la etnografía, la sociología y el arte; el arte como un refugio que aglutina conocimientos diversos y los convierte en algo nuevo, como en un proceso alquímico. Mediante el humor, pero también con sentido crítico y una visión sincrética, Chaile abreva en la estética y las tradiciones de las comunidades originarias de América Latina para crear sus piezas, las cuales conllevan también un estudio de las formas. Los materiales austeros y los objetos vinculados al mundo doméstico son vehículos para la reflexión sobre necesidades sociales básicas como la alimentación, la vivienda y el trabajo. Asimismo, con sus propuestas de intercambio y acciones colaborativas, Chaile propone formas de subsistencia de comunidades marginadas.

Genealogía de la forma trata de entender el proceso por el que las superficies de las cosas adoptan con el tiempo determinada forma, y en ese proceso continúan mutando bajo una línea genealógica. Si analizamos genealógicamente un cubo, podremos encontrar todas las formas que adoptó hasta llegar a serlo. La adición y la sustracción serán, entonces, los factores externos que determinan las formas.

G.C.

 

Aguas calientes
En la serie Aguas calientes, Chaile vincula la olla popular con la olla ritual indígena y las cerámicas ceremoniales. En 2019, comenzó a visitar agrupaciones y comedores comunitarios de La Boca, barrio porteño en donde vive. Siguiendo su investigación sobre la “genealogía de la forma”, decidió comprar baterías de cocina nuevas e intercambiarlas con los comedores populares por sus ollas de aluminio abolladas y bruñidas por el uso, quemadas en su base por el fuego de años, con incontables huellas que dan cuenta del paso del tiempo. Las ollas fueron luego intervenidas por el artista: a cada una le imprimió un rostro sintético, inspirado en la representación humana de diferentes culturas originarias de nuestro país, especialmente las del noroeste, cercanas a su lugar de origen, como Alamito, Condorhuasi, Santa María, Candelaria, Hualfín, Tafí. En la parte de atrás de cada olla está grabado el nombre de la cultura originaria de la que tomó las formas, el nombre y barrio de la agrupación o comedor a la que perteneció y el año en que surgió –que casi siempre coincide con un período de crisis del país–.

La olla, este gran objeto que acompaña a la comunidad a la que pertenece, no descansa, siempre está despierta, activada, en el fuego, humeante. En su superficie pueden leerse, casi como en una piedra roseta, las cantidades de batallas en las que participó. Me interesé en saber qué contaba cada una de esas huellas, por eso quise documentar la historia impresa en cada olla popular cercana, intercambiarla para desactivarla, para transformarla en un objeto que exige un análisis contemplativo. La retiro de su contexto y la vendo, acordando con cada comunidad un porcentaje de la venta de esa olla convertida ahora en documento. El arte es utilizado, así, como un campo estratégico para operaciones de construcción de valor y generación de recursos económicos. De cada olla que intercambio, guardo una entrevista, un documento que registra el arrebato y la transformación del objeto; esto es lo que me permite el arte.

Doto a cada olla de su evidencia: es un retrato colectivo que se vincula con la conciencia de su pasado, de nuestro pasado. Estas ollas están más activas que nunca en los espacios de resistencia, en los espacios urbanos y rurales. Las comunidades que las activan son –somos– descendientes de los pueblos originarios de nuestro país (y de toda América). Aunque en las grandes ciudades pareciera que se han perdido, y que el pasado ha sido borrado, es en el foco de la resistencia popular, en los rostros que ofrecen la comida de las ollas gigantes, en donde se leen aún los rasgos dibujados y modelados en las vasijas que se guardan en museos, o son secretos abrazados por la tierra.

Los hornos
Siguiendo una tradición familiar que lo acompaña desde chico, en 2017 Chaile comenzó a realizar hornos de barro a los que les confiere un carácter simbólico incorporándoles rasgos de figuras devocionales de culturas prehispánicas. Utilizando materiales sencillos como el adobe y el ladrillo –que resisten el paso del tiempo y se vuelven presentes en situaciones de marginalidad–, el sincretismo en su forma y función alude a la fertilidad, a lo sagrado y a la acción de compartir. Los hornos fueron exhibidos en instituciones culturales y también activados en distintas ciudades para cocinar alimentos junto a las comunidades locales. La mayoría lleva nombres propios de familiares directos del artista y otros, por principio de familiaridad: Patricia, Sonia, Diego, Daniela, La Malinche, Geraldine.

Hay formas que han sobrevivido en el tiempo, pero ¿cómo han sobrevivido? O, mejor dicho, ¿quiénes sostuvieron esa supervivencia? El horno de barro es la casa del fuego, un productor de energías: alimentarias y mecánicas. Pero también hace presentes a las economías populares de las periferias de las ciudades y territorios rurales, donde se activan continuamente a través del trabajo informal. La figura del horno guarda un saber ancestral en su forma, un saber que gozaban todas las culturas primitivas y que fue transmitido, de generación en generación, en un lenguaje oral y visual.
Las economías populares son las que sostienen la maquinaria moderna y están conectadas a un proceso de desigualdad que tiene su origen en la colonización de nuestro continente.
Me interesé en esta forma, al comienzo, por esto que nombro “principio de familiaridad” y, en segundo lugar, para exponer su genealogía de la forma; vinculé esta arquitectura extraña con las formas de cerámicas prehispánicas, las que a mi juicio me parecían más arcaicas en su factura. De este modo, el horno de barro se transformó en una figura totémica de gran escala, poderosa y útil, productora de energías: mecánicas, alimentarias, económicas y místicas.

Genealogía de la forma, de Gabriel Chaile
Curaduría y textos: Andrea Fernández
Pieza audiovisual: Ezequiel Radusky
Barro | Arte Contemporáneo - Espacio Tucumán

Gabriel Chaile
Nació en Tucumán en 1985. Estudió la Licenciatura en Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Tucumán. En 2009, obtuvo una beca de la Fundación YPF que le permitió participar del primer Programa de artistas de la Universidad Torcuato Di Tella. En 2010, fue seleccionado para participar del programa Lipac del Centro Cultural Ricardo Rojas. Entre sus últimas exposiciones individuales se encuentran Genealogía de la forma (Galería Barro, Buenos Aires, 2019); Sonia (El ondulatorio, La Rioja, 2018); Proto, una película de Gabriel Chaile (Galería Ruby, Buenos Aires, 2017); Patricia (Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Buenos Aires, 2017); Mi nombre es legión porque somos muchos (Centro Cultural San Pablo T, Tucumán, 2016); No es culpa mía si viene del río (Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, 2015); Salir del surco al labrar la tierra, delirios de grandeza II (Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 2014). Ha participado en muestras colectivas en Tucumán, Lima, Montevideo, París, Cuenca y Buenos Aires. Actualmente, vive y trabaja en Buenos Aires.

 

Gabriel Chaile
Genealogía de la forma

Desde Mayo 2020

CCK
Labor y acción. Experiencias artísticas en torno al trabajo

Serie de microexhibiciones virtuales.
http://www.cck.gob.ar/eventos/gabriel-chaile-genealogia-de-la-forma_3957