Ricardo Garabito
El artista secreto
Desde hace más de 40 años, Ricardo Garabito hace un camino solitario y silencioso dentro del arte argentino: mantiene una distancia artística con su generación, sus cambios estéticos responden más a sus posibilidades materiales que a las búsquedas de las épocas y sus muestras son tremendamente esporádicas. Pero eso no impide que varias generaciones de pintores ni las épocas ni los críticos lo consideren un tesoro de bajo perfil. La obra que decidió exponer en el Malba funciona como un pequeño anexo a la retrospectiva en el Bellas Artes del 2007, y por eso Radar no se perdió la oportunidad de entrevistarlo y recorrer con él su largo y solitario camino artístico.
Si bien su trayectoria incluye el dibujo y la escultura, para Garabito el problema siempre fue la pintura. Empezó a trabajar en los años ’60, pero mientras la década programaba happenings y experiencias colectivas y discutía en bares las posibilidades de renovación y revolución, Garabito, ajeno a los ruidos del centro, se encerraba en una casona de Barracas sosteniendo la tradición del taller, del óleo y la trementina. Por eso, si bien los inicios de su trabajo coinciden con las experiencias conceptuales y políticas de los ’60, sus contemporáneos deben buscarse más entre los pintores de Amigos del Arte que entre los modernos del Di Tella.
En uno de los ensayos más completos sobre su obra, Marcelo Pacheco llamaba a Garabito “un artista secreto”. Pacheco tomaba el nombre de una crítica que Fabián Lebenglik escribió en 1998, cuando Garabito finalmente exhibió más de cien obras en el Recoleta tras catorce años de no mostrar. Después de esa muestra, pasó casi una década hasta que el Bellas Artes organizó su retrospectiva en 2007. Y ahora, unos cuatro años después, en la sala chiquita del Malba cuelgan un puñado de dibujos y naturalezas muertas que pueden considerarse un anexo a su retrospectiva.
La intermitencia de sus apariciones públicas no han impedido, sin embargo, que sea un artista reconocido por sus pares, buscado por coleccionistas y conocido por los críticos. Su taller de pintura, en el que impartió clases por más de treinta años, lo mantuvo en contacto con pintores jóvenes, un libro publicado por El Ateneo recopila su obra y más de medio siglo de trabajo le han permitido desarrollar un cuerpo de obra apabullante. “El mostrarse es un hábito innecesario: sus acciones son en el ilusorio territorio de la pintura, no en el espacio institucional de lo artístico”, decía Pacheco.
Por eso, aunque nació el mismo año que Jorge de la Vega, y pocos meses antes que Macció, en realidad es muy difícil enlazar a Garabito con su generación. Su camino es solitario y paralelo, y siempre parece haber elegido entre los descartes de la vanguardia. Así, si los neofigurativos intentaban arrancarle alguna figura a la abstracción, Garabito pintaba cuadros luminosos, llenos de flores y empapelados, que con sus empastes generosos y temáticas clásicas (retratos y naturalezas muertas) hacían un puente con la pintura figurativa de los años ’30 y ’40, con las composiciones surrealisantes del grupo Orión, el fauvismo y el arte naïf, y se saltaban el informalismo como si nunca hubiese existido.
Un tiempo después, sus obras empezaron a limpiarse de detalles. El dibujo sustituyó la potencia del color por la precisión de la línea. En ambientes casi vacíos, un hombre de traje señalaba un huevo. O una mujer avanzaba mientras una mano salida desde los bordes del cuadro le tomaba el brazo y la detenía. Pero quizás, en donde la precisión de la línea más contrasta con el enigma de la imagen sea en la serie de los muebles, unos óleos sobre tela donde se muestran mobiliarios extraños, que a veces parecen edificios en torres y otras, ataúdes.
Eran los ’70, y la supremacía del dibujo podría haberse entendido como un guiño a las tendencias hiperrealistas que empezaban a dominar la escena. Garabito, en una entrevista que le realizó Victoria Noorthorn, aceptaba que algo de ese clima pudo haberse filtrado en su pintura, pero aclaraba que, a fin de cuentas, el cambio provino de los mismos materiales: “Antes pintaba sobre chapadur, que te ofrece una resistencia mayor y requiere más pasta; a diferencia de este momento donde, como ya podía comprar telas, empecé a pintar sobre tela, que es más delicada y uno no quiere herirla. Entonces la pasta se hizo más fluida, más leve, y el dibujo más fino”.
Lo mismo parece haber sucedido una década más tarde. En consonancia con la pintura neoexpresionista, Garabito, sin dejar el dibujo de lado, evidenció la pincelada. Pero si la pincelada del neoexpresionismo hablaba de la libertad y el placer de la pintura, la de Garabito es nerviosa y torturada. Sus trabajos se poblaron de unos personajes en pose fotográfica, de boca deforme, ojos atontados o malévolos y pieles violáceas o verdosas. Destilan malignidad, artificio y grosería. Son pinturas ácidas y quietas, de un erotismo sórdido y contenido. A algunas de ellas, pocas, las mostró en la galería Ruth Benzacar, en 1984. Y después, silencio. Garabito siguió pintando, pero la frecuencia de sus muestras individuales empezaría a espaciarse.
En el Malba, rodeados por dibujos, pueden verse un conjunto de naturalezas muertas. Si bien fueron pintadas recientemente, es un género en el que viene trabajando desde siempre. Primero flores en los ’60, frutas en los ’70, algunos baldes y productos de supermercado ya en los ’90, en éstas, fuentes y frutas. Es un género atemporal, que evidencia una vez más que Garabito hace caso omiso al diálogo contemporáneo. Su trabajo mira artistas un poco olvidados, obras que pertenecen a nombres chiquitos en la historia del arte, apellidos que aparecen más seguido en las casas de remates que en los libros de historia o en las exhibiciones y con los que Garabito conversa, como si estuviesen vivos y fuesen sus compañeros de ruta.
Muchas veces se señaló el carácter marginal de su trabajo en relación con las corrientes dominantes de los años ‘60, que es cuando usted empieza a exhibir. No sólo porque sostuvo la pintura cuando se empezaba a cuestionarla, sino también porque hacía pintura figurativa cuando el informalismo era hegemónico.
–Sí. Yo estudiaba con Horacio Butler, que era un pintor figurativo. Pero ya en Francia estaba muy de moda el arte abstracto, y sobre todo, George Mathieu, que hacía unos trazos sobre la tela. Butler recibía un diarito semanal en blanco y negro de los movimientos de las galerías, y ahí yo veía que los precios de Mathieu eran casi más altos que los de Picasso. Una vez vino a Buenos Aires invitado por la Embajada Francesa. Hacía demostraciones públicas. Los alumnos de arte estaban todos acomodados en gradas, Mathieu tenía unas telas gigantes, unos tachos enormes de pintura azul, blanca y roja, un delantal blanco. Entonces se concentró y tiró una pincelada. Era un actor, aunque tenía un sentido de la composición muy bueno. A la segunda los muchachos empezaron a gritar “olé”. Y poco después pasó de moda y ya no se habló nunca más de él.
¿Entendía que la abstracción era una moda y por eso no le interesó?
–No, no. Cuando estudiaba con Butler, al principio, empecé a hacer muchos trabajos abstractos para estudiar la composición de los colores. Es fundamental. En cada cuadro siempre hay una estructura abstracta. Pero después rompí todo y pensé “voy a pintar como si fuese solo para mí”. La primera pintura que hice tenía una imagen muy popular, con colores y mucha pasta. Siempre seguí figurativo. Pero hasta ese momento todo era abstracto. Y a mí me aburrió y empecé a pintar floreritos, detalles de los colectivos, cositas bordadas que me servían para los fondos. Como no tenía plata las hacía sobre chapadur, que era barato. Pinté mucho. Estuve diez años antes de hacer mi primera muestra. ¡Un poco más lento que ahora!
Durante esos diez años trabajó en pinturas como La Rubia, o Lucilo. El color es plano, una línea dibuja los contornos, se nota el empaste. En una entrevista comenta que a partir de estos trabajos Manuel Mujica Lainez quiso incluirlo en una selección de artistas ingenuos pero usted se negó, a pesar de que le gustaba esa estética.
–Es que yo no era ingenuo. Uno no puede hacerse el ingenuo. Se es o no. En ese momento, la galería El Taller mostraba ingenuos-ingenuos. Ana Sokol, que era una peluquera; José Torre Zapico, Valerio Ledesma, que era mozo. Iba mucho allí y me deslumbraba. Me gustaba la fuerza y la autenticidad de esas obras. No había trampa. Los ingenuos pintan lo que creen que es realismo. Tienen torpezas, pero son expresivas y humanas. ¡Se equivocan tan bien! Es la perfección del error.
En ese momento tenía un taller en Barracas donde conversaba con otros pintores como Leopoldo Presas, Santiago Cogorno y Raúl Russo. Ellos también trabajaron dentro de la tradición moderna, es decir, sobre la base de la pintura como oficio y moviéndose entre diferentes estilos.
–Todos nos juntábamos y comíamos juntos, sobre todo en la quinta de Federico Vegelius en San Miguel. Era el fundador de la revista Crisis y tenía una colección. Nos compraba cuadros y nos ayudó bastante, sobre todo a Presas y a Russo. Los dos pintaban en dos talleres enfrentados y Cogorno era italiano y viajaba mucho. Cogorno es un pintor de una voluptuosidad y un vuelo extraordinarios. Claro que cuando se equivoca, se equivoca fiero también. Y Presas tuvo una época muy sensual, aunque su última obra no haya sido interesante. Pero Russo era para mí el más grande de todos. Es un gran pintor. No fue tan amigo mío y no creo que le haya gustado mi pintura, pero a mí cada vez me gusta más. Yo no iba a su taller, pero me contaban que él se sentaba, miraba el cuadro durante un tiempo, quieto, y de repente se levantaba y cambiaba un plano. Y se nota eso en la obra. Es el más sólido por la síntesis que tiene su obra. Resuelve el dibujo y el color de una manera perfecta. Cuando hay alguna exhibición de él siempre voy a verla. No sé si en ese momento le di la importancia que se merecía, pero después me di cuenta de que era el mejor del grupo.
Pero también tenía contacto con artistas cercanos al Di Tella: Macció, Deira y De la Vega pasaban por su taller. E incluso lo compartió con Pablo Suárez, que estaba trabajando con el objeto.
–En ese momento, ya más cerca de los ’70, había pasado a una pintura más purista, centrada en los planos. De hecho, gané el primer premio de un certamen que se llamaba Primera Plana con una pintura que era solo una chapa. Pero también estaba haciendo una serie de retratos. Siempre me costaron mucho porque me gusta ir inventando la figura. Pablo justo estaba trabajando allí, en ese taller. Empezaba a experimentar con resina sintética. Envolvía los cajones de manzana y los endurecía con resina. Le pedí uno prestado y lo pinté. Es un cuadro que se llama El banco de Pablo, porque es solo ese asiento duro, como las esculturas que hacía él.
¡Volvió a convertirlo en un problema pictórico! ¿Entendía que con la pintura se enfrentaba o resistía tendencias más conceptuales?
–No me importaba. Me parecía que ese era otro camino. Pero en el fondo Pablo se cansó de eso y volvió a pintar. Y teníamos cosas muy parecidas. Nos gustaban pintores muy raros a los dos. En una nota, él nombraba entre sus pintores favoritos a Gramajo Gutiérrez, que no le gusta a nadie, y a mí me gustaba también. Y también, de una manera muy generosa, me incluía a mí en ese listado. Le gustaban las pinturas mías más realistas. A los dos, por supuesto, nos gustaba Schiavoni muchísimo. Lacámera también. Muchas veces, sobre todo por mis naturalezas muertas, me nombran como influenciado por Lacámera. Para mí, él fue muy importante, pero él tenía un clima de color distinto, sobre todo porque filtraba la luz en sus obras y yo no. Pero el concepto de la intimidad de Lacámera es verdad que se cuela en estas cosas.
Gramajo Gutiérrez, Cogorno, Presas, Russo, Schiavoni, Lacámera. En otras oportunidades también ha nombrado a Victorica. Son todos pintores con poco reconocimiento público.
–Pero de todos aprendí. Hace poco fui con Distéfano a ver la muestra de Policastro en el Sívori. Es un pintor también olvidado. Cuando él exponía, yo iba a ver sus exposiciones y ya entonces no había nadie. Distéfano le dice “la lechuza cascoteada”. No le daban bolilla. Los pintores de fama venían de Italia y Europa. Policastro hacía paisajes del interior, de Santiago del Estero, todo en tierra, nada de color. Es como si se privara de todo. Pero sus cielos son extraordinarios, con una sensualidad del empaste. Llega a una cosa tan simple como un ingenuo, sin serlo, por supuesto. Sus cielos parecen los grandes cuadros de Turner, esos rosados mezclados con grises, tierras, algún ocre y algo de rojo indio. Pero en general no interesa esa pintura, son obras que ya nadie mira pero que a mí me resultan cada vez más emocionantes.
Por Lucrecia Palacios
Fuente: Radar