Carlos Alonso
Alonso habla con una amabilidad y calidez y su voz, la forma de su voz, no esboza puente alguno hacia la violencia filosa, extrema, argentina, que conmociona la mayor parte de su obra, sobre todo las que conforman las series Lo ganado y lo perdido, Carne, Lección de anatomía, Manos anónimas, Amanecer argentino, o los dibujos con los que ilustró El matadero de Esteban Echeverría o La divina comedia de Dante Alighieri.
Aquí vivió Alonso hasta que partió hacia el exilio en Roma y Madrid, en 1976; cuando volvió, en 1981, todo había cambiado. Al año siguiente se instaló en Unquillo, treinta y cinco kilómetros al noroeste de la ciudad de Córdoba. “Allá estoy un poquito aislado; en aquel momento ese aislamiento fue algo buscado, una necesidad mental, sobre todo”, dice. “Pero ahora extraño a amigos como Quino u Horacio Sanguinetti, y cierta máquina productora de ideas que tiene Buenos Aires. Muchísimas cosas de las que he hecho, libros como ése –señala un ejemplar de El matadero–, fueron iniciativas de alguien que pensó en unir a Fulano con Fulano y vino a golpear la puerta. De pronto se generan cosas y se transforman el propio trabajo y la propia existencia.”
Trabajo, sintético inventario de: en Carlos Alonso, (auto)biografía en imágenes, el fabuloso libro publicado en 2003 que refleja buena parte de su producción, se consignan 102 exposiciones individuales y 112 colectivas: su obra recorrió, además de todo el país, las principales capitales americanas y europeas y llegó a Saigón, Tokio y Kioto, entre otras ciudades asiáticas. Cervantes, Viñas, Borges, Neruda, Lugones y José Hernández son algunos de los autores de los 36 libros que ilustró. “Hace poco estuve un tiempito en Cachi, Salta, y quedé muy impactado por esa zona en la que pareciera que el aborigen ha conservado una forma de cultura y conocimiento muy esencial –dice Alonso, prende un cigarrillo–. No hay consumo, pero no hay pobreza; no hay riqueza de medios, pero hay un equilibrio entre el hombre y una naturaleza bellísima, de unas dimensiones sobrecogedoras. Y eso está en el rostro de las personas. Estoy trabajando con eso, hice cantidad de bocetos y fotografías; tengo idea de volver en junio para desarrollar una serie.”
“Cuando volví del exilio, con Teresa, mi mujer, y mi hijo menor, Pablo, Buenos Aires tenía una carga diabólica bastante manifiesta, se había transformado en algo mucho más gris, triste, con gente mucho más desconectada entre sí”, explica Alonso. “Ahí estaban todos los miedos, las reservas, las precauciones que había que tener para los encuentros. Y, además, la sensación de los asesinos caminando por la calle era muy fuerte. Así que pensé que este lugar chiquito, perdido entre las serranías, Unquillo, era apropiado para mascar y elaborar mi propia tragedia personal. Fue una buena elección, me sirvió para recuperar el trabajo, para volver a encontrarme con elementos de la pintura que incluso nunca pensé que me pertenecerían. El paisaje, por ejemplo, que siempre sentí ajeno, resultó una forma de reencontrar salud y elementos de la pintura con vivacidad, encantamiento, sustancia, materia.”
Su propia tragedia personal se llama Paloma, su hija. Militaba en la Juventud Peronista y fue secuestrada en esta ciudad en junio de 1977. Alonso dice que no sabe quiénes, puntualmente, intervinieron; según la Conadep, no hay testigos de su paso por algún centro de detención. Detrás del pintor, en la biblioteca, hay varias fotos de ella; una de esas fotos, pequeña, está delante de otra más grande de un Che Guevara joven y desbarbado, la imagen del prontuario de su detención en México, 1956.
Cuando se instaló en Unquillo dejó de pintar personas. ¿Cómo fue el proceso para que reaparecieran en sus cuadros?
–Desde luego que un hecho así, tan brutal como el Proceso, mete en crisis una serie de valores que uno viene sosteniendo en cuanto a la relación con las personas entre sí, con la condición humana. La revelación de aspectos feroces vividos en carne propia produce una especie de parálisis y dolor. Hasta que uno puede elaborar. Llegar a comprender, a soportar, es difícil. La tarea fundamental es sobrevivir al genocidio. Encontrarse con uno mismo, incluso aparte de la pintura. Encontrar las propias razones para la propia existencia: el “vale la pena”. De alguna manera es un proceso que tuvimos que hacer todos. Después vinieron las paulatinas recuperaciones de lo propio, del país, de las raíces, de la historia. Y luego cómo uno se vuelve a insertar, sobre todo cuando hay una vocación de participación y compromiso. La memoria poco a poco empezó a traer la necesidad de la tarea. En algún momento tenía la idea inocente de que la pintura podía devolver golpe por golpe: una especie de infantilismo. Lo que sí po día hacer era sumar a la lucha por los derechos humanos. La pintura podía ser parte de la memoria desde un lugar distinto al del periodismo, la historia o la literatura: el de la imagen. Se hizo más en el cine que en la pintura. Para mí era una materia pendiente, sentía que era algo que tenía que hacer yo. Que me correspondía. Aunque no es mucho lo que se hizo, ahí están las cosas de León Ferrari, Carpani, Gorriarena.
Su obra está fuertemente asociada con la violencia.
–A pesar mío, diría. Soy todo lo contrario a una persona violenta. Desde pibe era una especie de componedor de relaciones, de diferencias. Ni soy ni fui un tipo violento. Pero la violencia es un sino argentino. Nací en el ’29, con el primer golpe. Yo diría que en mis cuadros la violencia está como forma de reflexión acerca de su capacidad destructora. Hay otro tipo de violencia, más estética; en mi caso apunta más a un exorcismo, a intentar borrarla. Siempre lo sentí así. Y sigue siendo indudable que después de El matadero, de La guerra del malón y del Proceso, seguimos aprendiendo sobre el dolor y la muerte. Siempre vamos detrás. Son las muertes violentas las que de alguna manera producen en la sociedad la necesidad de cambios, las grandes reflexiones y rebeliones.
¿Puede asociarse con la belleza a cuadros en los que aparecen cuerpos de vacas y de hombres diseccionados, colgados en una carnicería? ¿Es el horror, es la belleza?
–Pasa que la contradicción está implícita. Es indudable que al tratar la materia el autor tiene un disfrute, un placer. El placer del logro, la realización. En el crecimiento de una obra hay dificultades, tropiezos, fracasos, pero el hecho de poder hacerla confirma la propia capacidad y potencia y ahí hay un disfrute, sin duda. Y en el espectador se produce lo mismo; de pronto el encantamiento de la factura, de la realización de una persona en busca de lo estético, lo bien pintado, puede llevar a alguien a decir “qué magnífico” o “qué bello” sobre una escena que, en realidad, es una tortura de una embarazada. Se produce esta dualidad.
El tema de la carne es central en El matadero y en su pintura; por estos días, incluso, los productores ganaderos presionan exigiendo una tajada mayor. ¿Qué simboliza la carne?
–Sin duda, la considero un símbolo que determina la economía y termina siendo clave en el comportamiento de las personas y de las clases sociales. El matadero fue un libro que me abrió toda una perspectiva en cuanto a la lectura de la realidad. Al tener que ilustrar un libro se produce una lectura de otro orden, fragmento por fragmento, detalle por detalle, para ahondar y generar una forma adecuada de reproducción. Uno se convierte en una especie de arqueólogo, de paleontólogo, en busca de los signos que provoquen el dibujo, la imagen. Ilustrar un libro no es tanto poner en imágenes los textos sino descubrir nuevos escenarios, cosas que no están allí explícitas. El comportamiento de la sociedad en ese momento, por ejemplo: los barriales, los repartos de achuras, los perros, los pobres.
¿Cómo han abordado la violencia los pintores argentinos?
–Yo diría que hay muy diversas formas. Desde luego, empezaría por Lino Spilimbergo con La vida de Emma, que se expuso aquí el año pasado. Es la historia de una chiquita de suburbio que empieza en el colegio, la mandan a comprar vino y termina en un prostíbulo y en el suicidio. De alguna forma ése es el mundo de Spilimbergo, sobre todo el gráfico, porque en pintura tiene una estructura mucho más clásica, en cierto sentido. Y Berni, también, desde ya, con toda la serie de Juanito Laguna. Y está Ramona Montiel, un personaje muy ligado a la Emma de Spilimbergo. Luego veo a la violencia en Enrique Policastro, que si bien es un pintor de paisajes, la aborda de un modo más contenido y secreto. En él se da algo muy curioso, una gran identidad entre el qué y el cómo, entre la temática y la resolución. A veces una temática como la del Proceso realizada con enorme esplendor produce una especie de contradicción, que en Policastro se da con un efecto de gran unidad; el contenido violento en él es mucho más discreto , pero está en la materia, en la parquedad, en la ausencia de exhibicionismo.
¿A qué otros pintores incluiría en este panorama?
–Bueno, hay autores como León Ferrari, donde la violencia ejercida por ciertos poderes oscuros, o por la Iglesia, produce también en sus obras unas reflexiones. Están, además, los pintores más sociales, en un sentido más bien latinoamericano, como el grupo Espartaco, por ejemplo, con Ricardo Carpani, Juan Manuel Sánchez, Mario Mollari, que tratan de reencontrar una imagen militante, diría, unidos de pronto a la CGT de los Argentinos, a la vanguardia obrera y revolucionaria, a la transformación de la sociedad para el socialismo, y tratan de descifrar y descubrir el mundo de la explotación del hombre o las rebeliones populares.
¿Y más hacia atrás, a comienzos de siglo?
–Citaría a pintores anarquistas, o más bien grabadores, como Abraham Vigo o Facio Hébequer, que exponían en fábricas y hacían cosas muy sociales, prácticas y temáticas que luego retomó el grupo Espartaco.
¿Ubicaría, más hacia atrás, a pintores “de batalla”, como Cándido López o Prilidiano Pueyrredón?
–Yo los siento otra cosa. Cándido López es un gran pintor, pero es como un cronista, más bien. Su participación, su protagonismo, es mínimo.
Es curioso: también se puede pensar en usted como un cronista. Pasa que hay cronistas y cronistas: su ojo es distinto. Pero hay en el cronista una carga de subjetividad.
–Sin duda. Quizás a Cándido López lo veo ajeno por la modalidad pictórica de la época, que tiene como un encantamiento. Como cierto pudor de la violencia. Y la búsqueda de cierta composición armónica, también.
¿Vincula ese cotidiano de su niñez en Mendoza, el asistir naturalmente a la matanza de pollos, chanchos, vacas, con la carne como tema en sus pintura?
–Sí, pero es una lectura muy posterior. Uno intenta encontrar esas raíces, cómo se produjo “el llamado”. Como no es provocado, como no ha habido ninguna especulación, como es tan de la propia naturaleza, evidentemente debe haber alguna raíz que conduce al tema. Al mismo tiempo, al estar eso tan naturalizado, uno lo considera totalmente propio, a pesar de que con el tiempo uno va afilando su propia lectura con uno, con su trabajo y con el resto. Desde siempre, mi trabajo tuvo una atracción inapelable por ciertas temáticas. Con el tiempo tuve la necesidad de encontrar mi propia visión: eso sí fue mucho más maduro e intencional. En cuanto a aquellas escenas de la infancia, para un niño no eran algo tan espantoso; despertaban, más bien, una enorme curiosidad. Ahora soy abuelo por primera vez y veo a mi nieto, que tiene un año y medio, que descubre una flor y es como una fiesta; no habla, pero el rostro, los brazos y su expresión reflejan que vio algo asombroso. O cuando le mostramos la luna llena por prime ra vez: me miraba como diciendo: “¡Pero te das cuenta, lo que es esto!”. Esa escena lo marcará, o al menos empezará a ser suya, a ser parte de él. Si busco en mi propia raíz, siempre pensé que la injusticia es uno de los motores que me producen necesidad de respuesta. Eso, que no pertenece al plano específico de la pintura, siempre me provocó reacciones que determinaron mi espacio y mi camino.
¿Cómo fue que decidió pintar a su hija?
–A partir de mi vuelta pensé que era algo que debía hacer, en algún momento. Lo intenté durante años. Creo que al primer dibujo de la serie Manos anónimas lo hice en 1986. La sensación de parálisis era muy profunda. Fue muy difícil sobreponerse, incluso pictóricamente. Sobre todo por esa convicción de que no quería que cambiara de materia ni que se transformara “en un motivo estético”; quería que las circunstancias quedaran como estaban. Como si al pintarla comenzara el olvido. Para mí. Y al mismo tiempo, al menos ésa era mi aspiración, y no digo que lo haya logrado, era como empezar a integrarla a la memoria colectiva. La lucha entre hacerlo y no hacerlo fue importante. Está, además, lo difícil que es tocar esa materia cuando uno está involucrado. A El matadero o a la serie de Lo ganado y lo perdido podía hacerlo como una forma de militancia, de participación, pero esto era de la más profunda intimidad. Los primeros dibujos –y aquí Alonso cierra los ojos y se cubre el rostro con las manos– eran muy pe queños y de ahí fui tratando de crecer, porque a partir de ese momento mi vida tenía sentido si podía reflejar, incorporar a mi trabajo y a la memoria colectiva esas pinturas. Todo lo que hice fueron pequeños estudios, bocetos, y algunos pocos cuadros. Uno de ellos está en La Habana, un tríptico, el único que realmente logré.
Y ya no volvió a intentarlo.
–No, he hecho lo máximo que podía. Lo tengo clarísimo. Ahora la provincia de Córdoba compró esas obras y van a hacer una sala especial, lo que me produce la sensación de que he logrado incorporarlas al patrimonio. La agencia cultural cordobesa va a llevarla, itinerante, por todas las ciudades importantes de la provincia. En este momento está colgada en Río Cuarto. Parece haberse cerrado un ciclo: la hice, se incorporó a la comunidad, circula, la ve la gente. Una cosa rara para la Argentina. Una de las ilustraciones para El Matadero, editado originalmente en el ’66 por Centro Editor y recientemente de vuelta en las librerias, expuestas a principio de año en la Fundación Alon. En septiembre, en el Recoleta, expondrá otras ilustraciones para obras de autores como Dante y Cervantes.
Dijo hace poco: “Pinto siempre, pero lo que hago me conforma cada vez menos”. ¿Lo agarraron mal ese día?
–Bueno, no siempre fue así. Cuando uno tiene treinta años y pinta, todo es la consagración de la vocación. Y eso va mucho más allá del conformismo y el logro; el estar en lo que uno elige, o para lo que uno fue elegido, es un disfrute que va mucho más allá de si está bien o mal, mejor o peor, si se vende o no. Todo es más catártico y menos especulativo. A medida que uno crece ve más, va creciendo también el crítico y surge un grado de “responsabilidad” por el propio trabajo. No sé si eso es sano o no. Y tampoco sé si es mejor esa cierta “irresponsabilidad” que tienen otros autores, que yo admiro. Rómulo Macció es quien mejor ofició este último punto de vista. Porque él pinta. Y como él mismo dice, la pintura resiste. A uno podrá gustarle más un cuadro que otro, pero un autor es eso, no es un profesional que hace sólo cuadros “buenos”, “logrados”, “de museo”. La del pintor es toda una vida de batallas: muchas se pierden, algunas se ganan, otras se empatan. Macció tiene una vitalidad que es superior a lo crítico, al juicio de la historia, al propio juicio, al de la sociedad. Se trata de hechos contundentes que reflejan la experiencia de un pintor frente a la tela. Yo no he logrado ese ideal, no he sido un pintor puro, he estado mucho más contaminado. Para mí el ciudadano era más importante que el pintor.
Hace un par de meses, a propósito de su muestra en Bellas Artes, Macció dijo que más que el curador, él mismo era “el curandero” y que la curaduría le parecía una pavada.
–Es que pasan cosas terribles con las curadurías. El coleccionista lo permite, los museos los necesitan; se ha instalado como una jerarquía superior a todo, incluso a la propia visión del autor. Hay un coleccionista, Jacobo Fiterman, que tiene más de doscientos trabajos míos y contrató a una curadora para que le armara una muestra con la selección de todos sus cuadros; bueno, no colgó ni un solo cuadro mío, los rechazó. Este tipo de gestos habla de una soberbia que produce una gigantesca distorsión. Otro caso monstruoso me ocurrió con el encargo de un mural para una estación de subte; presenté a la empresa un boceto de un cuadro que se llama Viajeros al primer mundo; hay unos pobres con sus valijitas, su máquina de coser, su cama. Una de las figuras era una viejita con una silla de ruedas. En un momento dado uno de los directivos vino acá y me dijo: “Mire, maestro, no lo tome a mal, pero quisiéramos que usted sacara a la viejita en la silla de ruedas”. (Se ríe.)
–...“Porque en el primer mundo no la van a recibir...”
–Le dije: “¿Pero se da cuenta de lo que me está proponiendo? Primero, es una falta de respeto. Segundo, es un mural por el que no cobro, déjenme poner mis imágenes. Si vengo haciendo personas en sillas de ruedas desde hace años... hice una serie de Renoir en silla de ruedas. Es como un tema mío”. Querían que la sacara. Bueno, se terminó.
¿Se ha sentido muy machacado por la crítica?
–Sufrí eso algunos años. Me hostigaron mucho diciendo que era un excelente dibujante pero un pintor malo. Luego están todos los enemigos que derivan de una posición de militante en el Partido Comunista, pero eso no lo sufrí, porque era una elección. Ahora, cuando me echaron del PC (a fines de los ’60), ahí sí sufrí. Porque fue algo totalmente inmerecido. Yo era una persona convencida y fiel, aunque pintaba lo que me salía de los cojones y no lo que me dijeran acá o desde Moscú. Se consideró un delito ideológico que hiciera así esa serie de Spilimbergo: yo lo pinté como lo vi. Me tiraron al tacho de la basura y me excluyeron de una comunidad de pares que había elegido para trabajar y militar, incluso para pintar. Eso fue doloroso. Lo otro no, porque la propia historia del arte enseña cómo son los amores y los odios, los favoritismos y los rechazos. Son tantos los pintores fustigados que luego tuvieron su reconocimiento que uno ya tiene eso asimilado.
Fuente: Página12