Florencio Molina Campos. Linajuda mueca moderna

Esta muestra presenta obras realizadas por el artista entre las décadas de 1930 y 1950, un arco temporal que comprende prácticamente toda su vida artística y evidencia una continua reelaboración de la imagen del gaucho y la vida rural. Su propuesta mezclaba humor y nostalgia y circulaba por espacios inéditos para el arte de su época, por lo que podemos afirmar que, a su modo, contribuyó a la renovación estética sin descuidar su conexión con lo argentino.

Florencio Molina Campos detestaba el mal gusto, la chabacanería y la guarangada. Según su biógrafo, acuñó el término “moriscotano” para referirse a tales expresiones mientras contemplaba horrorizado como el gran Buenos Aires se poblaba de enanos, cisnes, flamencos y gauchitos de cemento pintarrajeado. Transcribo esta apreciación de su horizonte estético para empezar a hablar de su singular propuesta artística desde una perspectiva socarrona y menos solemne que de cuenta de sus paradojas y su vigencia. No resulta sencillo desandar las capas de lecturas que se han hecho sobre la particular trayectoria del artista. Circuló por dentro y por fuera de la esfera del arte y gozó de enorme popularidad. Tras su muerte fue valorado por el sistema artístico que lo había mirado con recelo. Hoy ocupa un lugar extraño, mezcla de todo lo anterior, en el centro de una puja de intereses que tiene al tradicionalismo más acartonado como principal aspirante a proyectar su legado.

En un primer esbozo de presentación de sus obras intenté hacer hincapié en su condición de pinturas, objetos pictóricos en sí, para despegarlas de su historia ligada a la reproducción y la publicidad. Fantaseé incluso con usar la cita del pintor norteamericano Frank Stella –que luego se convertiría en una suerte de slogan del minimalismo– “Lo que ves es lo que ves”, para hablar de las imágenes desnudas del “más argentino de nuestros artistas argentinos”, tal como lo llamó Ignacio Gutiérrez Zaldívar montado como gaucho. Sin embargo, ni la chapa más pulida de Carl André se salva de estar “complicada” por sus condiciones de emergencia y exhibición, de cargar con su contexto y de ser atravesada por su época y por la historia.

Además, hacer el juego contrafáctico de imaginar un Molina Campos recluido en su rancho “Los Estribos” –mitad enclave inspirador, mitad puesta escenográfica–, en Moreno (Provincia de Buenos Aires), pintando solo con la galería y el coleccionismo ruralista como único horizonte de acción, nos haría perder de vista que su producción se consolidó en diálogo libre con la publicidad, los medios de comunicación, la política exterior y la dimensión performática de su presentación como pintor of the Pampas, portador de la verdad gaucha.

Su biografía nos informa que nació en el seno de una de las más linajudas sic) familias porteñas y se crío entre la ciudad de Buenos Aires y las estancias “Los Ángeles”, en los pagos del Tuyú, provincia de Buenos Aires y “La Matilde”, en (Concordia, Entre Ríos. Allí aprendió a querer a los hombres de campo y su paisaje y comenzó a expresar ese amor en incipientes dibujos y relatos. Este idilio criollo llegó a su fin con la repentina muerte de su padre debiendo encontrar formas de ganarse la vida mientras rememoraba en la intimidad de la pintura aquella infancia feliz de hijo de estanciero. Tras el fracaso comercial de varios emprendimientos ligados al sector agropecuario, el primer triunfo en su vida – según sus propias palabras– le llegó a los treinta y cinco años con la primera exhibición de sus obras en el marco de la Exposición de la Sociedad Rural Argentina en 1926. Luego, vendrían exhibiciones en la sucursal marplatense de la galería Witcomb y nuevamente en la Exposición Rural en 1927. Para esa ocasión, diseñó y difundió una invitación donde recrea el habla gauchesca y firma como Tiléforo Arequito, en nombre de su patrón Florencio Molina Campos.

Desde estas primeras obras el artista cristalizó un repertorio que mantuvo hasta el fin de su vida, con leves transformaciones surgidas del desarrollo de la imagen misma, caracterizado por la reinterpretación de un sujeto rural decimonónico: “Pinto al gaucho, el que he visto en años lejanos, cuando aún existían verdaderos gauchos, porque los conozco y los comprendo. Dentro de poco, aventados por el progreso y el cosmopolitismo, será tarde copiarlos del natural”. En oposición a la visión entre romántica y trágica que imperaba en la estética criollista, él construyó la imagen de una paisanada contenta recordando con nostalgia los peones de su papá. Pero en este proceso también se pinta a sí mismo como patrón fuera de campo y puede ostentar una inmensa tropilla pintada: casi todos los caballos que aparecen en sus cuadros están marcados con los estribos, la antigua marca familiar. Nadie había mostrado con tanto desenfado la nostalgia por la utopía rural conservadora. Sin embargo, el juego de poder que se da entre representación y autorrepresentación no termina allí, ya que la imagen de Molina Campos, por su naturaleza alejada de toda solemnidad y por la difusión que persigue y alcanza, se transforma y es tomada por el público rural como propia.

De haberse contentado con la modesta visibilidad del arte hubiera quedado como un pintor (que fue niño rico) con nostalgia. Pero Molina Campos tenía otro plan y a medida que sus paisanos pintados lograban masividad y acogida popular, él mismo se convertía en su relato artístico en el paisano que pinta, construye su rancho y entierra a su caballo “Gaucho”, para luego morir de pena. Es como si su discurso tan pacato y reaccionario se viera una y otra vez trastocado por la irreverencia de su imagen y por el desprejuicio que tenía a la hora de entenderla como un bien de circulación. Aún renegando del cosmopolitismo y el progreso, el artista se hizo eco de los hábitos visuales de su época a través de los formatos, la posibilidad de alcance y la identificación simple y directa de su imagen. En este sentido, no sorprende que tuviera interés en trasladar su obra al medio cinematográfico.

Podríamos entonces afirmar que su propuesta parte de un discurso conservador que se vuelve irreverente y moderno en la imagen –que abona en lenguajes populares y eruditos– y en modos de circulación inéditos para el arte, contribuyendo de manera lateral y en sordina a una renovación estética que dialoga con lo argentino.

Sus imágenes son fruto de la nostalgia pero la proyectan de un modo extraño, muchas veces risueño. Y esa sonrisa eventual coloca a Molina Campos en una búsqueda diferente a la de sus colegas preocupados por la vieja estirpe nacional. Camino que obviamente no es el de los cultores de nuevas formas pero que valdría la pena analizar como alternativa moderna. Lejísimos queda de Pettorutti –aunque compartieron exhibición en el Museo de Arte de San Francisco (Estados Unidos, 1942)–, pero tampoco podemos situarlo muy cerca de su amigo Quirós.

A pesar de estar en contacto con la escena local, Molina Campos presenta su programa artístico como extra-artístico: por fuera de cualquier reivindicación estética, él se erige ante todo como embajador y defensor de las “cosas nuestras”. Cuando habla tiende a reducir su trabajo al de un servidor del pasado y del paisano. En las fotografías se lo ve pintando vestido de gaucho; realiza emisiones radiales y conferencias sobre la vida campera y, cuando es convocado como asesor de Walt Disney, expone con obsesiva minuciosidad cómo se utilizan las boleadoras y otras faenas criollas para que no se las tergiverse. Este corrimiento parece traducirse también en los modos escogidos para la exhibición de su obra, imprimiendo su imagen del campo argentino en la vida social de varias décadas sin preocuparse demasiado por su lugar en el mundo del arte. De hecho, muchas veces se presentaba a sí mismo como caricaturista, quizás para no tener que explicarse, como Aira disfrazado de escritor.

Sus pinturas circularon a lo largo y a lo ancho del país –y del vecino Uruguay y de los Estados Unidos– como ninguna otra serie de imágenes lo había hecho antes. Cabe destacar que tan solo en asociación con la firma Alpargatas produjo más de 18 millones de copias de sus cuadros. La obra de Molina Campos terminó así fundida entera con su reproducción, al punto que parece más natural pensarla como almanaque que como pintura. Como si huboera terminado de cuajar al asociarse con un dispositivo de difusión masiva para convertirse en ubicua pinacoteca de los pobres, como se la suele llamar con ternura patronal.

Una pinacoteca sin pintura conformada por almanaques que hizo un caricaturista. ¿Quién hubiera pensado que un accesorio tan cotidiano podía tornarse objeto sublime? ún hoy los ojos saltones de sus paisanos y caballos nos miran desde las paredes con hollín de parrillas y almacenes al lado de estantes con destilados que nadie va a beber, o reproducidos a la enésima potencia en nuevos almanaques que nos dan en la verdulería.

Acompañando a Molina Campos, quise incluir tres obras del artista Pablo Accinelli (Buenos Aires, 1983) que ensayan otras formas de localismo. El sustento material de estas piezas está impregnado de nostalgia, pero a través de juegos geométricos y analíticos se nos presenta fría y contenida. En su reducción a lo esencial adquieren entidad de personajes solos ante la inmensidad del horizonte, que ya no es la Pampa, sino el cubo blanco. A su modo reconstruyen con elegancia minimalista el ineludible attrezzo vernáculo del que es parte Molina Campos.

Indudablemente sus obras ayudaron a construir nuestro imaginario de lo argentino casi sin que hayamos notado la presencia del artista. Simplemente permearon nuestra cultura.
Siguiendo el rastro de su estela en el flujo activo de las cosas, lo encontramos en murales por el conurbano bonaerense, decorando los implementos para el mate o en marquesinas de tiendas de artículos regionales. Llamativamente está ausente en producciones audiovisuales recientes que reinterpretan los lugares comunes de la argentinidad. Tal es el caso de los videoclips dirigidos por Renderpanic, en particular “Como tú” (2022), de Lali –cuyo objetivo es, en palabras de la cantante, dar a conocer la cultura argentina en el panorama internacional–, donde se recrea una pulpería en clave pop. Tampoco encontramos referencias al artista en los cortos realizados por Hernán Corera para la marca Sadaels (2020 y 2021).

Su derrotero errante también puede analizarse en la esfera del arte. Difícil de insertar en alguna genealogía local, son los artistas los que han valorizado y siguen valorizando su trabajo, desde Luis Fernando Benedit a Toto Dirty. Desde la crítica, por su parte, la reivindicación comenzó a partir de 1971 cuando Rafael Squirru anunció el shock de reconocimiento que había experimentado ante su obra. Por esta misma época y con sensibilidad camp el Chúcaro Santiago Ayala diseñaba un cuadro coreográfico inspirado en el artista para la película “Argentinísima” (Olivera-Ayala, 1972). Ya entrada la década del ‘80, Pablo Suárez lo incluía en una exhibición de sus referentes junto a Berni y Gramajo Gutiérrez; y el Grupo Pintores Argentinos lo celebraba como héroe nacional y popular en un encendido artículo. En 1989 llegaría al Museo Nacional de Bellas Artes con diseño de montaje a cargo de Benedit; y los años '90 lo encontrarían glorificado como ícono pop patrio de la mano de Ignacio Gutiérrez Zaldívar en una “mega exposición” en el Palais de Glace. En esta instancia parecía que el consenso sobre su valor era total.

Pero sucede que toda reivindicación extemporánea resulta problemática. Viene a reparar un olvido histórico aunque carga en secreto con el fantasma de futuros olvidos. En este vaivén de rescates y desmemoria parece andar la obra de Molina Campos, siempre como excepción o rareza a pesar de estar inscripta en la retina argentina.
Actualmente su legado se encuentra en el medio de una polémica que reproduce no solamente un conflicto que ha atravesado su trabajo, sino también un debate más profundo sobre la hegemonía cultural y la autoridad a la hora de perfilar lo nacional.

La Fundación Molina Campos –creada por su viuda María Elvira Ponce Aguirre para difundir y preservar su obra– se encuentra en el partido de Moreno (Provincia de Buenos Aires), sitio donde Molina Campos –como lo hacía Eduardo Sívori, y muchos otros porteños– iba en busca del aire rural sin alejarse mucho de la capital. Moreno hoy es parte del aglomerado urbano del Gran Buenos Aires, un espacio simbólico que aún carga con la imposibilidad de ser nombrado en un constructo argentino.

Los directivos actuales de la Fundación quieren trasladarla a San Antonio de Areco, parque temático del gauchismo. Gonzalo Giménez Molina, nieto del artista y su heredero, desea que la obra se aloje en un museo ad hoc en Buenos Aires, lugar de nacimiento y espacio de pertenencia artística de su abuelo. Mientras tanto, las autoridades municipales y la comunidad de Moreno desean que el legado del pintor que sienten coterráneo permanezca allí.
¿Qué significa Molina Campos para cada una de estas partes? ¿Cuál es más meritoria de detentar su patrimonio: un municipio del conurbano, un pueblo campero construido a medida de la gauchesca o Buenos Aires con su pretendida imparcialidad cosmopolita?

Una vez más, el artista entra y sale del campo estético para quedar en el medio de discusiones largamente irresueltas.
Fuera de lugar y en el lugar preciso, outsider y mainstream –como si tales categorías hubieran colapsado en él–, Molina Campos puede ser entendido siguiendo la definición que hace Lamborghini de la gauchesca como arte bufonesco. Podría ser el correlato plástico de esa literatura sostenida en el desajuste, en la distorsión y la parodia. Él mismo es el bufo gauchesco que juega al paisano mientras escucha Beethoven en su rancho de Pacific Palisades. Mes a mes del año de la culebra que se muerde la cola, Molina Campos reaparece multiplicado en un juego especular con el tiempo: copia de algo que fue y creemos haber visto ya, y promesa de algo que será, como dar vuelta la página del almanaque.

A esta altura, la existencia concreta –y un tanto desapercibida– de las pinturas que originaron las populares reproducciones podría parecernos mezquina y superflua, pero sin embargo nos revela su encanto y picardía primarias. Confirma además que el carisma residía en ellas mismas y no solamente en la eficacia del dispositivo publicitario. Por si acaso, para reforzar esta certeza vale mencionar que en 1937 y durante tres años, entre la primera y la segunda serie de almanaques que Molina Campos realizó para Alpargatas, la empresa convocó al artista Mario Zavattaro cuya obra no despertó ni por asomo un interés comparable al de nuestro pintor.

Las pinturas y dibujos comprendidos en esta exhibición fueron realizados entre la década de 1930 y 1959, año de su muerte. Un arco temporal que comprende prácticamente toda su vida artística y evidencia una continua reelaboración de las mismas imágenes con sutiles variaciones.
Mientras sus contemporáneos en la senda de la vanguardia abonaban en la abstracción, bregando por la autonomía de lo estético y la no representación, Molina Campos experimentaba con la distorsión, la simplificación y la estilización, lo decorativo y lo publicitario, lo placentero al ojo y lo pícaro; todos gestos que lo colocan en un camino distinto de modernidad.

Escalas imposibles y horizontes que se curvan conviven con imágenes más cercanas al naturalismo. Aquí los ya vetustos conceptos de figura y fondo parecen exacerbarse al máximo casi enviando mensajes opuestos: la profundidad lírica de un cielo pampeano es interrumpida por los cuerpos macizos de paisanas y paisanos (que no difieren demasiado en sus formas, apenas en la vestimenta). Por momentos el horizonte se construye o se oculta por añadidura de esos pesados bloques humanos.

Sus paisanos no siempre ríen. A veces ostentan una hierática inexpresividad. En algunas obras ni siquiera miran al espectador. En “Un descansito” incluso hay espacio para el recogimiento y la soledad ante un desconcertante incendio lejano. En otras pinturas ni siquiera hay paisanos, hay garzas y cielos rosas. La polvareda que levantan los caballos al galope en “Boleando” desdibuja las montañas en una apuesta formal rara para el artista.
No hay en esta serie de obras, como suele suceder en otras quizás más vistas una intención explícitamente divertida, ni siquiera en sus títulos que muchas veces rematan la imagen. Sin embargo, Molina Campos invita invariablemente al humorismo, a la puesta en duda de la seriedad, sin que esta postura implique en lo más mínimo ironía o falta de amor. Una farsa profundamente sincera. Creo que es este atrevimiento, esta frescura, lo que puede resonar en esta época. Nuestra cultura, con válidas razones, intenta deconstruir las estructuras ideológicas que el devenir histórico y el sistema nos han impuesto. Sin embargo, muchas veces en este proceso las formas moldeadas por esas mismas estructuras quedan intactas, rígidas y atávicas. Molina Campos, dandy centauro de las pampas, teniendo por objetivo trasmitir un mensaje edificante desplegó un desfachatado universo que muchas veces parece burlonamente inadecuado a los fines que perseguía. Esa inadecuación sostenida y cultivada que se presta sin miedo al equívoco, puede darnos pistas acerca de como lidiar en imágenes con nuestras contradicciones, con las incertezas sobre nuestro lugar, nuestra ciclotimia y el rejunte que somos.

Valentín Demarco

 

Florencio Molina Campos
Linajuda mueca moderna

Desde el 1 de junio al 22 de julio de 2022
Lunes a viernes de 10h-19h

Roldan Moderno
Juncal 743
Ciudad Autónoma de Buenos Aires