Rómulo Macció. Crónicas de Nueva York

La cabeza llena de pintura
Florencia Battiti

«Creo que el arte y la pintura no progresan sino que están en el
tiempo como una eternidad incrustada una dentro de la otra»
RÓMULO MACCIÒ

 

Chúcaro y arisco, descreía de la palabra para dar cuenta de la pintura, a la que consideraba un oficio mudo, una práctica solitaria, una ciencia oculta. A regañadientes respondía en las entrevistas que la tela en blanco es una intriga, que sus pinturas empezaban en la cabeza pero que nunca sabía de antemano lo que iba a pasar cuando comenzaba una obra.
Macciò tiene, para el imaginario del arte argentino, un aura de pintor maldito, de machote cabrón, hosco pero atractivo. Incluso hubo quien llegó a llamarlo “el Marlon Brando de la pintura argentina” . Pero, más allá de estas notas de color, no cabe duda de que Macciò pintaba porque pintar le resultaba inevitable, y si bien se rehusaba con metódica terquedad a teorizar sobre lo que hacía, ciertamente la pintura le permitió construir imágenes reflexivas, de esas que no se agotan en el flipear de los dedos sobre la pantalla.
No lo conocí personalmente pero me gusta imaginarlo en su taller, en el de La Boca o en el de Monserrat, parado frente a la tela como un cardo, robusto y áspero, mirando quizás alguna fotografía que él mismo tomó, elucubrando qué aspectos de esa imagen mantener en la futura pintura y cuáles desechar, trazando así las primeras coordenadas de una obra, buscando la inflexión que le pareciera más apropiada según el tema que se propusiese representar. Los pintores como Macciò, los de su estirpe, son dueños de una suerte de “inteligencia visual”, como si los razonamientos y las emociones que los hacen optar por un color y no por otro, trazar un plano así o asá, o encuadrar la imagen de una determinada manera, fluyeran en un devenir incierto pero sostenido, brotándole de los dedos, empujados por una fuerza que no por ser familiar le resulta menos extraña.

Macciò pintó ciudades, como la suya, Buenos Aires, y también otras que visitó o frecuentó durante diferentes períodos. Y claro, Nueva York no podía dejar de ejercer su hechizo sobre él, un conjuro repleto de esplendores y miserias. Allí, entre idas y venidas, vivió casi tres años, hacia fines de los años ochenta y, nuevamente, a fines de los noventa. Casi puedo verlo, apoyándose contra la vidriera de alguna librería donde se vende La hoguera de las vanidades, la novela que Tom Wolfe publicó en 1987 y que pinta un fresco descarnado de la capital financiera del mundo, o deambulando de noche por P. J. Clarke’s, lamentándose de la velocidad con que la gentrificación transforma una bella ciudad en una fortaleza consumista.
Nueva York ofició de escenario perfecto para que Macciò probase, una vez más, la enorme capacidad expresiva y narrativa que tiene la pintura. Matisse solía decir que probablemente no había motivo más difícil de pintar para un verdadero artista que una rosa porque, para pintarla, había que olvidarse y desandar todas las rosas pintadas con anterioridad. Algo así sucede con Nueva York, un tópico visitado hasta el cansancio por artistas, directores de cine, escritores, poetas y fotógrafos. Llamados a evocar alguna imagen icónica de la ciudad, seguramente nos costaría distinguir si es propia o prestada, si proviene de nuestra experiencia por haber estado allí o si la vimos en alguna película de Woody Allen, una foto de Berenice Abbott, una pintura de Hopper o si la leímos en alguna novela de Fitzgerald o de Capote. Nada importa si las épocas se arremolinan de adelante hacia atrás o viceversa, aquí lo que vale es el anacronismo implícito en la frase de Macció que sirve de epígrafe a este texto.
Y sin embargo, a pesar de las innumerables imágenes de Nueva York que se agolpan en nuestra memoria, esta serie logra resignificarlas a todas; en realidad, Macciò las utiliza conscientemente a veces, inconscientemente otras, las deglute, las fagocita para devolverlas frescas —recreadas— en sus propias obras. Porque en estas pinturas no solo sobrevuelan las paradojas de una ciudad tan desigual como seductora (If I can make it there, I’ll make it anywhere) sino que se encuentra cifrada buena parte de la historia del arte. En efecto, ¿cómo no reconocer la delicadeza intimista de los paisajes de Édouard Vuillard o Pierre Bonnard en Yuppies lunch in Trinity Church? ¿O la gravedad solemne y solitaria de las arquitecturas redondeadas de Edward Hopper? Advertir, incluso, esa particular tensión entre figuración y abstracción tan característica de la Otra figuración, especialmente en aquellas obras en las que Macciò plantea juegos de reflejos (de autos, de vapor) sobre las fachadas espejadas de los edificios; y ni qué hablar del alarde de virtuosismo compositivo (una verdadera canchereada) al dejar en blanco la mitad de la superficie del cuadro para representar una coqueta callecita del Uptown cubierta de nieve.

Se trata entonces de imágenes construidas, elaboradas a partir de una síntesis personalísima que, si bien parten de algunas ideas de la realidad, se alimentan también de la memoria y de toda la carga subjetiva que esta conlleva. Claro, también cuentan sus propias fotografías —que Macciò consideraba meros bocetos, a pesar de que se vendieran carísimas— y cualquier otro factor que pudiera aparecer en el hacer y que él considerase apropiado para deconstruir el cliché, para dinamitar el estereotipo de una metrópoli vista una y mil veces.
En este sentido, Mercedes Casanegra —quien se ocupó del derrotero de la Nueva Figuración pero también de la obra singular de Macciò— sostiene que sus pinturas no poseen una pretensión realista sino que su propósito es mucho más ambicioso: “Evocar, a través de la pintura, su cualidad misteriosa que es convertir a lo real en suprarreal, en una categoría que reside en el maravilloso puente entre lo visible y lo invisible”.3 “Tengo la cabeza llena de pintura”, le confesaba Macciò a Fernando García en una de las pocas entrevistas en las que no se lo percibe tan incómodo. “Pinto mucho en la cabeza. En la tela lo plasmo, pero nunca sale igual. Se va transformando. Nunca podés llevar la obra al ideal que soñaste.” Nunca sabremos cómo se vería ese ideal no alcanzado al que Macciò aspiraba llevar su obra pero quizás eso sea lo mejor. Al fin de cuentas, ¿qué vendría a ser una pintura ideal?, ¿la que se amoldó perfectamente a la idea? ¿La que no permitió que se colaran los desvíos?
Fueron la fuerza, el dinamismo y los rotundos contrastes de la ciudad de Nueva York —con su capacidad de reunir lo mejor y lo peor del mundo, según sus propias palabras— lo que conmovía a Macciò, además del olor a cebolla frita, a imprenta, a cartón… Hoy conmueve ver que estas obras siguen respirando vitalidad y que son el mejor testimonio de la máxima que el artista solía machacar: “En pintura, la pintura es lo más importante”.

 

Rómulo Macciò
(1931-2016)
«La pintura se muestra, no se dice. Es el arte del silencio. Se empieza tratando de no hacer lo que está hecho y en ese camino del libre juego de la imaginación no se sabe hasta dónde se puede llegar, ya que la pintura es una ciencia oculta, irracional; nace de un oscuro núcleo y no de conjeturas intelectuales. Me aburre absolutamente la conjetura en la pintura. Yo registro en mi conciencia temas de la realidad y luego los reflejo en la tela. La pintura nace en la cabeza, la mano ejecuta y el corazón le pone la emoción. Si hay poesía conmueve y si no la hay, no. Y eso es un milagro, no tiene explicación»

Pintor autodidacta, a los catorce años comenzó a trabajar en una agencia publicitaria. Fue director de arte en De Luca y luego en Walter Thompson.
Se especializó en artes gráficas y realizó decoraciones y escenografías teatrales. Su primera exposición tuvo lugar en la galería Galatea de Buenos Aires en 1956. En 1961 fue uno de los cuatro creadores del movimiento Nueva Figuración, una de las vanguardias más vitales de la pintura argentina. La obra de Macciò supo romper aquella falsa dicotomía entre abstracción y figuración, brindando una nueva mirada a la pintura abstracta al incorporar al hombre en ella. En su monumental obra, el ser humano es un motivo constante.
Bohemio, temperamental, bon vivant e irreverente, Macciò es uno de los más importantes artistas de la segunda mitad del siglo XX en la Argentina. Ciudadano del mundo, a lo largo de su vida residió en París, Madrid, Londres y Nueva York. Realizó exposiciones individuales en salas y museos de París, Venecia, Milán, Roma, Barcelona, Bilbao, Madrid, Múnich, Colonia, Nueva York, Austin, México DF y La Habana.
Fascinado por el bullicio y el desorden armonioso de Nueva York, a fines de los años ochenta decidió instalarse en esa ciudad. Estableció su taller en Ann Street, en el Distrito Financiero, y frecuentó a muchos de los artistas residentes allí. En ese taller pintó gran parte de sus obras de la serie de New York, que luego expuso por primera vez en el Hôtel de Ville de París, entre octubre y diciembre de 1990 (Rómulo Macciò: Portraits de New York).
A lo largo de su carrera Macciò recibió incontables distinciones. Entre las más destacadas están el Premio De Ridder en 1959, el Primer Premio Internacional del Instituto Torcuato Di Tella en 1963, el Guggenheim Award en 1964 y el Gran Premio de Honor del Salón Nacional en 1967. Representó a la Argentina en la Bienal de Venecia en 1968 y 1988, en la Bienal de París en 1969 y en la Bienal de San Pablo en 1963 y 1985. Sus obras forman parte de las siguientes colecciones: The Solomon Guggenheim Foundation New York, Musée Royal d’Art Moderne de Bruselas, Musée d’Art Moderne de la Ville de París, Musée Cantonal des Beaux-Arts de Lausana, Museu de Arte Moderna do Rio de Janeiro, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, Blanton Museum of Art: The University of Texas de Austin, The Walker Art Center de Minneapolis, Museo de Bellas Artes de Caracas, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, Museum of the 20th Century de Viena y The Aldrich Contemporary Art Museum de Connecticut.

 

Rómulo Macció
Crónicas de Nueva York

Desde el 17 de octubre de 2019 al 23 de febrero de 2020
Martes a domingos de 12.00 a 20.00 hs.
Curadora: Florencia Battiti
Museografía: Juan José Cambre

Colección AMALITA
Olga Cossettini 141
Ciudad Autónoma de Buenos Aires